Más de un año después de su éxodo masivo desde Myanmar, el futuro parece más incierto que nunca para los rohingyas. Tras la campaña de violencia perpetrada por los militares de Myanmar en agosto de 2017 –presumiblemente en respuesta a ataques del Ejército de Salvación Rohingya de Arakán–, los refugiados siguieron cruzando la frontera para entrar en Bangladesh. Para finales de 2018, habían huido más de 908.000 personas.
Si bien la magnitud y la velocidad del éxodo no tuvieron precedentes, para quienes están familiarizados con la historia de los rohingyas tampoco habrá sido una sorpresa. Después de todo, la persecución que sufre esta comunidad se remonta a décadas atrás. Son una minoría étnica marginada y durante mucho tiempo han sufrido una discriminación y segregación espantosas dentro de Myanmar. En 1982, la Ley de Ciudadanía no les reconoció la nacionalidad y, al convertirlos en apátridas, los sometió a muchas restricciones atroces, por ejemplo con respecto al matrimonio, la planificación familiar, la educación y la libertad de movimiento.
Casi 130.000 rohingyas y otras personas de confesión musulmana permanecen en campos de detención de facto en el centro del estado de Rakáin, donde no tienen ni servicios básicos ni pueden ganarse la vida, mientras que cientos de miles de personas más que viven en el norte del estado están casi completamente aisladas de la ayuda humanitaria internacional. Desde 1978, una y otra vez la discriminación y la violencia selectiva han empujado a miles de rohingyas a huir a los países vecinos o a arriesgarse en peligrosos viajes en bote por mar hasta Malasia. En la actualidad, son personas apátridas dispersas por toda Asia y fuera del continente, con muy pocos aliados u opciones.
Médicos Sin Fronteras (MSF) lleva décadas trabajando con los rohingyas: en Myanmar desde 1994, en Bangladesh de forma intermitente desde 1985 y en Malasia a partir de 2004. En agosto de 2017, cuando los ataques militares selectivos en Myanmar provocaron el mayor éxodo rohingya hacia Bangladesh de la historia, aumentamos rápidamente nuestras actividades en el distrito de Cox’s Bazar y brindamos atención de emergencia a pacientes con lesiones relacionadas con la violencia (incluyendo por armas de fuego y violencia sexual) y otros traumatismos graves. Llevamos a cabo campañas masivas de vacunación y, para diciembre de 2018, habíamos atendido cerca de un millón de consultas; las afecciones más habituales eran las enfermedades diarreicas, de la piel o respiratorias, todas ellas directamente relacionadas con la falta de atención médica que los rohingyas tenían en Myanmar o con las pésimas condiciones de vida en Bangladesh.
Los rohingyas permanecen confinados en campos superpoblados e insalubres, sin servicios básicos, sin autorización para trabajar y sin educación formal. Dependen casi completamente de la ayuda humanitaria y de la generosidad de sus anfitriones bangladesíes. La tremenda violencia sufrida en Rakáin y la ansiedad por lo que les depara el futuro agravan sus problemas de salud; además, la disponibilidad de servicios especializados, como salud mental o atención secundaria gratuita de calidad, es extremadamente limitada. Las noticias de repatriaciones inminentes en noviembre, que se archivaron después de que ningún refugiado estuviera dispuesto a regresar, ponían de manifiesto lo precario de su situación.
A finales de 2018, algunas organizaciones de ayuda estaban empezando a cerrar o reducir sus operaciones en Bangladesh, debido a que la situación ya no se consideraba una emergencia.
En su mayor parte, la respuesta humanitaria ha sido cortoplacista y ha respondido a los síntomas de la privación de derechos de los rohingyas sin abordar debidamente sus causas.
Los países donantes han perdido el interés y, en el momento de escribirse este artículo, la financiación humanitaria sigue siendo sumamente insuficiente, con preguntas clave que quedan por responder: ¿Qué les sucederá al más de un millón de rohingyas que viven en los superpoblados y miserables campos de Bangladesh, sin perspectivas de integración o reasentamiento? Si no se reconoce su condición de refugiados, ¿alguna vez podrán regresar a su hogar? Si lo hacen, ¿qué se encontrarán? ¿Los obligarán a regresar a Myanmar, como ya ocurrió en 1978-1979 y nuevamente en 1993-1997?
Estas mismas preguntas afectan a los refugiados rohingyas que se encuentran en Malasia. Al igual que en Bangladesh, nuestros equipos allí presencian todos los días las consecuencias de la marginación; al estar privados de estatus legal, están muy expuestos a la extorsión, el abuso y la detención. Su grave situación en estos países deja al descubierto una deficiencia colectiva y global para proteger de más violaciones a un pueblo ya vulnerable. Por lo tanto, es necesario un liderazgo y soluciones no solo regionales, sino internacionales.
Desde luego, el origen del problema radica en Myanmar, donde aún viven entre 550.000 y 600.000 rohingyas. Se sabe muy poco de la salud y las condiciones humanitarias de los que se encuentran en el norte de Rakáin. Las autoridades siguen ignorando o rechazando nuestras reiteradas solicitudes de acceso a esa zona. A pesar de la indignación internacional ante los ataques militares contra los rohingyas en 2017, la presión externa ha producido cambios mínimos o nulos. La discriminación y la segregación persisten y en 2018 los rohingyas seguían huyendo a Bangladesh, si bien en menor número.
Durante más de dos décadas, hemos presenciado en Rakáin una situación humanitaria y de derechos humanos cada vez más deteriorada. Las constantes restricciones de acceso al norte y la detención de rohingyas en los campos de la región central representan serios dilemas operativos y éticos para MSF. Dar testimonio sigue siendo el motivo central de nuestra presencia permanente en Myanmar, a pesar de que nuestra capacidad de responder a las necesidades de salud se ha reducido considerablemente.
Mientras la mirada del mundo se traslada de los rohingyas a la próxima emergencia humanitaria, el desafío para 2019 y los próximos años será mantener visible la grave situación de uno de los grupos humanos más vulnerables del mundo. Seguiremos brindando los tan necesarios servicios médicos y humanitarios, y exponiendo públicamente la magnitud de las necesidades de los rohingyas en Myanmar, Bangladesh y Malasia. Pero la indignación moral de la comunidad internacional debe transformarse en acciones de calado que terminen con la discriminación y la denegación de ciudadanía, condición previa para que los rohingyas puedan regresar a Myanmar de forma voluntaria, segura y digna.
Los Gobiernos deben hacer más que dar ayuda de subsistencia en Bangladesh y redoblar sus esfuerzos diplomáticos, para que los rohingyas tengan la oportunidad genuina de tener una vida mejor.